SOBRE PADRES, PERROS Y GORRIONES
La perra color canela. Así se llama el último artículo que acabo de leer, después de una agradable y nublada tarde de sábado poniéndome al día sobre su columna en la revista El Semanal, Don Arturo.
Como siempre, me ha hecho sonreír con ironía cómplice en la mayoría de las ocasiones. A ratos soltar unas buenas carcajadas. Y durante todo el tiempo de lectura, sin excepción, pensar y reflexionar sobre mil y una cosas.
Hoy, sin embargo, este último artículo me ha obligado a parar. A detenerme tras su punto y final para llevar la mirada perdida más allá de la ventana (una ventana amplia y enrejada, testigo mudo de tantos fracasos, fantasmas, alegrías y esperanzas) y dejar salir, al fin, una lágrima retenida durante demasiados días.
Por un gorrión. Así, como suena. O, más bien, por una cría.
Mi nombre es Jesús. Nací en Madrid, pero con tan solo un añito vine a parar a Málaga, a este pedacito de costa bañado por un mar viejo y sabio que usted bien conoce y, como yo, tanto ama.
Voy camino de cumplir los treinta y aquí sigo, junto a él. Recorriendo la línea difusa del día a día al socaire de sus olas, de sus mareas. De sus típicas resacas. Pasando temporadas enteras sin verlo, a pesar de sentirlo tan cercano. Y otras leyendo novelas (algunas suyas), o tan solo escuchando, sentado al atardecer en la tibia arena de sus playas.
La cuestión es que hace dos días, mientras paseaba con mi perro, un collie precioso con algo de Pastor Belga, vi como una pequeña cría de gorrión caía de su nido al césped del pequeño jardín que rodea el bloque donde vivimos. Aún no podía volar, aunque ya tenía plumas y lo intentaba desesperadamente, tratando de volver a su hogar, allá en el árbol. Nos quedamos parados, Simba como siempre observando con las orejas tiesas, la cabeza ligeramente ladeada y una mirada de intensa curiosidad, y yo indeciso sin saber muy bien que hacer en aquellos primeros instantes.
Intentaba recordar algo sobre pájaros, saber si los padres tenían alguna posibilidad de salvarlo estando allí abajo, o tan siquiera de verlo, confundido entre el césped y las plantas. La Naturaleza es sabia –al menos eso dicen-, sé que en la época de cría muchos polluelos corren la misma suerte y, supongo, mueren. Pero no podía quedarme indiferente contemplando cómo aquella diminuta criatura saltaba desesperada de un lado otro (no después de haber visto crecer a mi perro; de haberle mirado a los ojos cientos de veces consciente de su inteligencia, de su alegría innata, de su lealtad absoluta. No después de haber entendido hace mucho tiempo –y gracias a él- que cada ser vivo, por pequeño que sea, debe sentir y sufrir, a su manera, igual que nosotros). Me puse debajo de los árboles, mirando hacia arriba, tratando de atisbar entre las ramas, por si veía el nido y podía subir hasta él con el polluelo.
Era imposible, o al menos bastante complicado, teniendo en cuenta que iba a necesitar las dos manos para trepar.
Al final, sin estar demasiado seguro de semejante decisión, opté por llevarlo conmigo a casa con la idea de salvarlo de los gatos que siempre merodean por el vecindario (y con los que mi perro, por cierto, mantiene una curiosa relación de vive y deja vivir). Entre mi madre, mi hermano y yo le hicimos un pequeño nidito improvisado mientras pensábamos en la manera de ayudarlo. Como vivimos en un primer piso cuya terraza da al jardín optamos por dejarlo allí, dentro de su precario nuevo hogar. Y al cabo de un rato los padres ya lo habían localizado, viniendo cada poco tiempo a darle de comer. Creímos que esa era la solución. Sin embargo otros pájaros más grandes también empezaron a mostrar “excesivo” interés por él. Así que tuvimos que desistir.
En fin, para no hacerme pesado, le diré que pasamos el resto de la tarde tratando de encontrar la mejor manera de salvarlo. Con cartones le construimos una caja-nido, protegida por arriba de posibles depredadores, pero así le era muy difícil a los padres alimentarlo. Bajé a comprarle comida (una papilla especial para polluelos), tras decidir convertirme en su familia adoptiva hasta que aprendiese a volar. Y debo reconocerle que verlo temblar asustado, tratando de huir de nosotros a pesar de sus pocos días de vida, piando para llamar a los suyos, me partía el alma.
Pero había que hacerlo. Entré en Internet y encontré (quién lo iba a decir) foros específicos, donde cientos de personas enfrentadas a situaciones similares daban consejos sobre la mejor manera de cuidarlos. Lo sostuve entre mis manos, confiriéndole todo el calor posible mientras con una jeringuilla le daba de comer, y así, supongo que extenuado por el miedo y la debilidad al fin se quedó dormidito. Lo dejé en el nido improvisado, entre pequeños trozos de mantas, completamente arropado. De cuando en cuando, tal y como había leído en el foro, me acercaba muy despacito y le silbaba suavemente, para que se familiarizara conmigo. Y a la cuarta o quinta vez medio abrió esos ojillos oscuros para piarme.
Ay, esa mirada, Don Arturo…
Sé que solo era un polluelo, una cría de gorrión más, de los cientos de miles que pueblan nuestros árboles. Pero esa mirada me traspasó. No sé que define la inteligencia, ni que grado de conciencia real puede llegar a tener un pajarillo diminuto, sin embargo allí había algo. Reconocimiento, miedo, indefensión… tristeza. Que se yo. Y me recordó los primeros días de convivencia con Simba, cuando nos lo trajeron metido en una caja de perfume, con apenas quince o veinte días de vida, y aún sin destetar, por culpa de algún descerebrado. Aquellas noches de lloriqueos continuos hasta que lo subía conmigo a la cama y se tranquilizaba, acurrucado entre mis brazos (aún hoy con casi nueve años, sigue prefiriendo rincones estrechos para tumbarse, tratando de buscar inconscientemente el calor prematuramente perdido de su madre y sus hermanos).
El caso es que durante aquella noche me levanté varias veces para ver como seguía el pajarillo. Dormía, pero no las tenía todas conmigo. Y, por desgracia así fue, Por la mañana cuando desperté para ir a trabajar el animalito había muerto. De pena, pude saber mas tarde, gracias al foro. Por no estar junto a sus padres.
No fue un buen día, desde luego. Tenía ganas de llorar. Sin embargo el sentido común me decía que sería una reacción absurda. Que estaba a punto de cumplir treinta años y solo se trataba de un pajarillo. Y que había pasado por momentos mucho peores. De manera que me tragué las lágrimas, junto con la rabia y la sensación de impotencia. Pero no pude dejar de pensar.
¿De que carajo sirven tres mil años de supuesta civilización, una carrera y que se yo, si ni tan siquiera nos preparan para lo más fundamental? ¿Quiénes nos creemos que somos? A pesar de estar movido por la mejor de las intenciones, decidí disponer de la vida de un ser vivo sin tener ni la mas remota idea de cómo poder serle útil. Sí. De haberlo dejado allí, en el jardín, seguramente habría terminado en la panza de un gato, o habría muerto de pena… Pero igual no. Igual sus padres habrían encontrado una manera de mantenerlo a salvo. Ellos llevan aquí unos cuantos millones de años más que nosotros, pasando por lo mismo una y otra vez, y maldita la falta que les hemos hecho nunca.
Así pues, mire usted por donde, Don Arturo. La “insignificante” vida de una cría de pajarillo me provocó, durante los días siguientes, una pequeña “crisis” que me hizo plantearme muchas cosas y volver a pensar en esta pseudo-existencia que nos hemos fabricado, donde muchos lo pasan realmente mal y unos pocos se lo llevan todo. Donde hombres y mujeres honrados, como mis padres, desgranan toda una vida trabajando hasta el agotamiento con la esperanza de ofrecerles un futuro mejor a sus hijos, y de pronto se encuentran con una mísera jubilación que apenas les da para comer y la certeza demoledora de que también ellos han sido utilizados y engañados por quienes salen en la tele prometiendo y diciendo tal cúmulo de imbecilidades.
Así que por eso esta lágrima, Maestro. Por ellos, mis padres, que perdieron hace mucho la fe en Dios y, al final de sus días, también han perdido la fe en el ser humano. Por la cría de gorrión, caída en el jardín equivocado. Por todos los perros y animales abandonados que mueren a cada momento o son maltratados en cualquier rincón del planeta. Y en definitiva, por haber dejado que nuestra condición de seres inteligentes nos convirtiese en seres crueles y retrasados.
Como usted dice de cuando en cuando, lo que nos vamos a reír unos cuantos mientras todo esto se va al carajo.
Jesús García-Rojo
Patente de corso, por Arturo Pérez-Reverte |
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