viernes, 12 de agosto de 2011

LO DE PÉREZ REVERTE (mi carta y su artículo basado en ella)


SOBRE PADRES, PERROS Y GORRIONES
 
  La perra color canela. Así se llama el último artículo que acabo de leer, después de una agradable y nublada tarde de sábado poniéndome al día sobre su columna en la revista El Semanal, Don Arturo.
 Como siempre, me ha hecho sonreír con ironía cómplice en la mayoría de las ocasiones. A ratos soltar unas buenas carcajadas. Y durante todo el tiempo de lectura, sin excepción, pensar y reflexionar sobre mil y una cosas.
Hoy, sin embargo, este último artículo me ha obligado a parar. A detenerme tras su punto y final para llevar la mirada perdida más allá de la ventana (una ventana amplia y enrejada, testigo mudo de tantos fracasos, fantasmas, alegrías y esperanzas) y dejar salir, al fin, una lágrima retenida durante demasiados días.
Por un gorrión. Así, como suena. O, más bien, por una cría.
 
Mi nombre es Jesús. Nací en Madrid, pero con tan solo un añito vine a parar a Málaga, a este pedacito de costa bañado por un mar viejo y sabio que usted bien conoce y, como yo, tanto ama.
Voy camino de cumplir los treinta y aquí sigo, junto a él. Recorriendo la línea difusa del día a día al socaire de sus olas, de sus mareas. De sus típicas resacas. Pasando temporadas enteras sin verlo, a pesar de sentirlo tan cercano. Y otras leyendo novelas (algunas suyas), o tan solo escuchando, sentado al atardecer en la tibia arena de sus playas.
La cuestión es que hace dos días, mientras paseaba con mi perro, un collie precioso con algo de Pastor Belga, vi como una pequeña cría de gorrión caía de su nido al césped del pequeño jardín que rodea el bloque donde vivimos. Aún no podía volar, aunque ya tenía plumas y lo intentaba desesperadamente, tratando de volver a su hogar, allá en el árbol. Nos quedamos parados, Simba como siempre observando con las orejas tiesas, la cabeza ligeramente ladeada y una mirada de intensa curiosidad, y yo indeciso sin saber muy bien que hacer en aquellos primeros instantes.
Intentaba recordar algo sobre pájaros, saber si los padres tenían alguna posibilidad de salvarlo estando allí abajo, o tan siquiera de verlo, confundido entre el césped y las plantas. La Naturaleza es sabia –al menos eso dicen-, sé que en la época de cría muchos polluelos corren la misma suerte y, supongo, mueren. Pero no podía quedarme indiferente contemplando cómo aquella diminuta criatura saltaba desesperada de un lado otro (no después de haber visto crecer a mi perro; de haberle mirado a los ojos cientos de veces consciente de su inteligencia, de su alegría innata, de su lealtad absoluta. No después de haber entendido hace mucho tiempo –y gracias a él- que cada ser vivo, por pequeño que sea, debe sentir y sufrir, a su manera, igual que nosotros). Me puse debajo de los árboles, mirando hacia arriba, tratando de atisbar entre las ramas, por si veía el nido y podía subir hasta él con el polluelo.
Era imposible, o al menos bastante complicado, teniendo en cuenta que iba a necesitar las dos manos para trepar.
Al final, sin estar demasiado seguro de semejante decisión, opté por llevarlo conmigo a casa con la idea de salvarlo de los gatos que siempre merodean por el vecindario (y con los que mi perro, por cierto, mantiene una curiosa relación de vive y deja vivir). Entre mi madre, mi hermano y yo le hicimos un pequeño nidito improvisado mientras pensábamos en la manera de ayudarlo. Como vivimos en un primer piso cuya terraza da al jardín optamos por dejarlo allí, dentro de su precario nuevo hogar. Y al cabo de un rato los padres  ya lo habían localizado, viniendo cada poco tiempo a darle de comer. Creímos que esa era la solución. Sin embargo otros pájaros más grandes también empezaron a mostrar “excesivo” interés por él. Así que tuvimos que desistir.
En fin, para no hacerme pesado, le diré que pasamos el resto de la tarde tratando de encontrar la mejor manera de salvarlo. Con cartones le construimos una caja-nido, protegida por arriba de posibles depredadores, pero así le era muy difícil a los padres alimentarlo. Bajé a comprarle comida (una papilla especial para polluelos), tras decidir convertirme en su familia adoptiva hasta que aprendiese a volar. Y debo reconocerle que verlo temblar asustado, tratando de huir de nosotros a pesar de sus pocos días de vida, piando para llamar a los suyos, me partía el alma.
Pero había que hacerlo. Entré en Internet y encontré (quién lo iba a decir) foros específicos, donde cientos de personas enfrentadas a situaciones similares daban consejos sobre la mejor manera de cuidarlos. Lo sostuve entre mis manos, confiriéndole  todo el calor posible mientras con una jeringuilla le daba de comer, y así, supongo que extenuado por el miedo y la debilidad al fin se quedó dormidito.  Lo dejé en el nido improvisado, entre pequeños trozos de mantas, completamente arropado. De cuando en cuando, tal y como había leído en el foro, me acercaba muy despacito y le silbaba suavemente, para que se familiarizara conmigo. Y a la cuarta o quinta vez medio abrió esos ojillos oscuros para piarme.
Ay, esa mirada, Don Arturo…
Sé que solo era un polluelo, una cría de gorrión más, de los cientos de miles que pueblan nuestros árboles. Pero esa mirada me traspasó. No sé que define la inteligencia, ni que grado de conciencia real puede llegar a tener un pajarillo diminuto, sin embargo allí había algo. Reconocimiento, miedo, indefensión… tristeza. Que se yo. Y me recordó los primeros días de convivencia con Simba, cuando nos lo trajeron metido en una caja de perfume, con apenas quince o veinte días de vida, y aún sin destetar, por culpa de algún descerebrado. Aquellas noches de lloriqueos continuos hasta que lo subía conmigo a la cama y se tranquilizaba, acurrucado entre mis brazos (aún hoy con casi nueve años, sigue prefiriendo rincones estrechos para tumbarse, tratando de buscar inconscientemente el calor prematuramente perdido de su madre y sus hermanos).
El caso es que durante aquella noche me levanté varias veces para ver como seguía el pajarillo. Dormía, pero no las tenía todas conmigo. Y, por desgracia así fue, Por la mañana cuando desperté para ir a trabajar el animalito había muerto. De pena, pude saber mas tarde, gracias al foro. Por no estar junto a sus padres.
No fue un buen día, desde luego. Tenía ganas de llorar. Sin embargo el sentido común me decía que sería una reacción absurda. Que estaba a punto de cumplir treinta años y solo se trataba de un pajarillo. Y que había pasado por momentos mucho peores. De manera que me tragué las lágrimas, junto con la rabia y la sensación de impotencia. Pero no pude dejar de pensar.
¿De que carajo sirven tres mil años de supuesta civilización, una carrera y que se yo, si ni tan siquiera nos preparan para lo más fundamental?  ¿Quiénes nos creemos que somos? A pesar de estar movido por la mejor de las intenciones, decidí disponer de la vida de un ser vivo sin tener ni la mas remota idea de cómo poder serle útil. Sí. De haberlo dejado allí, en el jardín, seguramente habría terminado en la panza de un gato, o habría muerto de pena… Pero igual no. Igual sus padres habrían encontrado una manera de mantenerlo a salvo. Ellos llevan aquí unos cuantos millones de años más que nosotros, pasando por lo mismo una y otra vez, y maldita la falta que les hemos hecho nunca.
Así pues, mire usted por donde, Don Arturo. La “insignificante” vida de una cría de pajarillo me provocó, durante los días siguientes, una pequeña “crisis” que me hizo plantearme muchas cosas y volver a pensar en esta pseudo-existencia que nos hemos fabricado, donde muchos lo pasan realmente mal y unos pocos se lo llevan todo. Donde hombres y mujeres honrados, como mis padres, desgranan toda una vida trabajando hasta el agotamiento con la esperanza de ofrecerles un futuro mejor a sus hijos, y de pronto se encuentran con una mísera jubilación que apenas les da para comer y la certeza demoledora de que también ellos han sido utilizados y engañados por quienes salen en la tele prometiendo y diciendo tal cúmulo de imbecilidades.
  Así que por eso esta lágrima, Maestro. Por ellos, mis padres, que perdieron hace mucho la fe en Dios y, al final de sus días, también han perdido la fe en el ser humano. Por la cría de gorrión, caída en el jardín equivocado. Por todos los perros y animales abandonados que mueren a cada momento o son maltratados en cualquier rincón del planeta. Y en definitiva, por haber dejado que nuestra condición de seres inteligentes nos convirtiese en seres crueles y retrasados.
 Como usted dice de cuando en cuando, lo que nos vamos a reír unos cuantos mientras todo esto se va al carajo.
 
 
                                                                                       Jesús García-Rojo






Patente de corso, por Arturo Pérez-Reverte




UN COMBATE PERDIDO







No es preciso recorrer campos de batalla. Hay combates callados, insignificantes en apariencia, que marcan como la más dramática experiencia. El episodio que quiero contarles hoy no está en los libros de Historia. Es humilde. Doméstico. Pero trata de un combate perdido y de la melancolía singular que deja, como rastro, cualquier aventura lúcida. Empieza en el césped de un jardín, cuando el protagonista de esta historia encuentra, junto a su casa, un polluelo de gorrión. Ya tiene plumas pero aún no puede volar. Lo intenta desesperadamente, dando saltos en el suelo. Observándolo, Jesús –lo llamaremos Jesús, por llamarlo de alguna forma– se esfuerza en recordar lo poquísimo que conoce de pájaros: si los padres tienen alguna posibilidad de salvar al polluelo y si éste acabará por remontar el vuelo, de regreso al nido. La Naturaleza es sabia, se dice, pero también cruel. Cualquiera sabe que muchos pajarillos jóvenes y torpes caen de los nidos y mueren.

Un detalle importante: a Jesús lo acompaña su perro. El fiel cánido está allí, mirando al polluelo con las orejas tiesas, la cabeza ladeada y una mirada de intensa curiosidad. Como todos los que tienen perro y saben tenerlo, Jesús no puede permanecer impasible ante la suerte de un animal desvalido. Tampoco puede irse por las buenas, dejando a aquella diminuta criatura saltando desesperada de un lado a otro. No, desde luego, después de haber visto crecer al perro, de leer en su mirada tanta lealtad e inteligencia. No después de haber comprendido, gracias a esos ojos oscuros y esa trufa húmeda, que cada ser vivo ama, sufre y llora a su manera. Así que Jesús busca entre los árboles, mirando hacia arriba por si encuentra el nido y puede subir hasta él con el polluelo. Pronto comprende que no hay nada que hacer. Pero la idea de dejarlo allí, a merced de un gato hambriento, no le gusta. Así que lo coge, al fin, arropándolo en el bolsillo del chaquetón. Y se lo lleva.

En casa, lo mejor que puede, con una caja de cartón y retales de manta vieja, Jesús le hace al polluelo un nido en la terraza que da al jardín. Y al poco rato, de una forma que parece milagrosa, los padres del pajarito revolotean por allí, haciendo viajes para darle de comer. Todo parece resuelto; pero otros pájaros más grandes, negros, siniestros, con intenciones distintas, empiezan también a merodear cerca. No hay más remedio que cubrir el nido con una rejilla protectora, pero eso impide a los padres alimentar al gorrioncito. Jesús sale a la calle, va a una tienda de mascotas, compra una papilla especial para polluelos e intenta alimentarlo por su cuenta; pero el animalillo asustado, temblando, trata de huir y pía para llamar a los suyos, rechazando el alimento. Eso parte el alma.

Jesús, impotente, comprende que de esa manera el polluelo está condenado. Al fin decide buscar en Internet, y para su sorpresa descubre que hay foros específicos con cientos de consejos de personas enfrentadas a situaciones semejantes. Siguiéndolos, Jesús da calor al polluelo entre las manos mientras le administra la papilla gota a gota, con una jeringuilla; hasta que, extenuado por el miedo y la debilidad, el gorrioncito se queda dormido entre los retales de manta. Quizás al día siguiente ya pueda volar. De vez en cuando, tal como ha leído que debe hacer, Jesús se acerca con cautela y silba bajito y suave, para que el animalito se familiarice con él. Hasta que al fin, a la cuarta o quinta vez, éste pía y abre los ojillos, con una mirada que pone un nudo en la garganta. Una mirada que traspasa. Jesús no sabe qué grado de conciencia real puede tener un pajarito diminuto; sin embargo, lo que lee en esa mirada –tristeza, miedo, indefensión– le recuerda a su perro cuando era un cachorrillo, las noches de lloriqueo asustado, buscando el abrazo y el calor del amo. También le trae recuerdos vagos de sí mismo. Del niño que fue alguna vez, en otro tiempo. De las manos que le dieron calor y de las aves negras que siempre rondan cerca, listas para devorar.

Por la mañana, el gorrioncito ha muerto. Jesús contempla el cuerpecillo mientras se pregunta en qué se equivocó, y también para qué diablos sirven tres mil años de supuesta civilización que no lo prepara a uno, de forma adecuada, para una situación sencilla como ésta. Tan común y natural. Para la rutinaria desgracia, agonía y muerte de un humilde polluelo de gorrión, en un mundo donde las reglas implacables de la Naturaleza arrasan ciudades, barren orillas, hunden barcos, derriban aviones, trituran cada día, indiferentes, a miles de seres humanos. Entonces Jesús se pone a llorar sin consuelo, como una criatura. A sus años. Llora por el pajarillo, por el perro, por sí mismo. Por el polluelo de gorrión que alguna vez fue. O que todos fuimos. Por el lugar frío y peligroso donde, tarde o temprano, quedamos desamparados al caer del nido.


No hay comentarios:

Publicar un comentario