jueves, 24 de noviembre de 2011

MOLLY


Una década y varias relaciones después sigue siendo la mujer más valiente que he conocido. Hasta para dejarme tuvo coraje, a su edad. Y es que se enfrentaba a las cosas de cara, a los problemas y a sus miedos. Después de un primer error, dada su inexperiencia, vino a por mí sin pensárselo, dispuesta a explorar conmigo, a acertar y a equivocarse. Con ella aprendí lo absurdo de los “juegos”. Lo fútil de hacerse el duro o dar celos, de llamar la atención. Me enseñó —a sus diecinueve años— que una mujer de verdad, que se acepta, es capaz de decir lo que siente; de mirar a los ojos y hablar sin ocultar las cosas, para bien o para mal.

Siempre lo hizo. Y por eso, creo, hoy sigo sólo a mis treinta y cinco años. Porque me regaló demasiado pronto algo que jamás he vuelto a encontrar —y os juro que no he parado de buscarlo desde entonces ¿Cómo podría no hacerlo?—. Ella me enseñó la autenticidad con mayúsculas; me mostró la alegría innata de vivir; la verdadera honestidad del corazón.  Siempre, con miedo o sin él, me dijo lo que sentía; si le apetecía tenerme cerca, o saberme lejos; si deseaba hablar o estar en silencio. Había días en los que me quería, pero prefería echarme de menos, y otros en los que necesitaba sentir, fundiéndose con ella, cada nervio de mi cuerpo, dándole calor; reconfortándola.

Hubo momentos muy buenos, y otros no tanto, como en toda relación. Pero nunca estuve perdido. Nunca tuve que fingir, ni adivinar lo que quería interpretando el significado de sus palabras dichas con silencios, o de sus silencios dichos con palabras carentes de razón. No necesité aprender las reglas absurdas del cortejo impostado, lleno de mentiras, en que hemos convertido los humanos, pervirtiéndolo, convirtiéndolo en una especie de partida de ajedrez, el amor.

Por eso ¿Qué queréis? No me pidáis entonces que tenga paciencia con vosotras; no en esto. No intentéis hacerme participar en esa danza pueril de tiras y aflojas y de falsos movimientos. No me vendáis la falacia de la distinción de sexos, de que esa es la única manera de jugar a este juego entre vosotras y nosotros.
No lo hagáis. Porque sé que es mentira.
No lo hagáis porque yo tuve la inmensa fortuna de amar, de conocer a una mujer valiente que jamás vaciló al mirarse en el espejo y reconocer sus miedos, sus dudas. Jamás vaciló al desnudar, pese a lo que ello pudiese suponer, su corazón.