domingo, 3 de julio de 2011

CARMEN


CARMEN

Susurros de fondo. Murmullos en la mañana fría de estas tierras. El viento húmedo de la sierra perdiéndose poco a poco entre los senderos silenciosos del pequeño cementerio, mientras aguardamos para darte el último adiós.
En apenas segundos te esconderán para siempre de la luz del sol y de estos pasillos angostos, flanqueados de vidas que se fueron, por los que tantas veces paseaste en soledad a lo largo de los últimos años. Los portales vacíos, oscuros, y las viejas ventanas llenas de historia ya no te verán pasar más con el crepúsculo a tu espalda, camino de esa cita diaria con mi abuelo. Tu amor perdido hace ahora dieciocho años.
Apenas hay lágrimas. Algunas se secan agotadas, consumidas ya, tras surcar mejillas enrojecidas horas antes. Otras, la mayoría, duermen todavía intentando asimilar el hecho insólito de que te vas sin hacer ruido, sin presentar batalla ante la adversidad, como siempre hiciste para irritación de quienes te rodeaban. Aún ahora, en este minuto final antes de la eternidad, espero absurdamente oírte protestar, aporrear la noble madera gritando a los cuatro vientos qué es lo que pasa.
Pero es cierto. Te vas.
Y sé, a pesar de los malos ratos, de las discusiones y rarezas de este último período, que el vacío aun amortiguado por el dolor crecerá en torno a todos nosotros siendo imposible de llenar.

 La gente va desapareciendo, llevándose consigo pedacitos de calor, de cercanía. El frío indescriptible de la soledad vuelve a erigirse como dueño y señor de estos estrechos caminos tendidos entre la vida y la muerte, atravesando con demasiada facilidad ropas, piel y alma. Quiero rezar, cerrar los ojos para olvidarlo todo menos a ti. Quedarme aquí cómplice del tiempo velando tu descanso un rato más, hasta que algo o alguien me susurren que has completado el viaje, reuniéndote por fin con los seres queridos que ya partieron. Descansa junto a ellos Abuela, y cuéntales… cuéntales para que entiendan, si eso es posible, porqué hemos perdido la paciencia; porqué perdimos hace mucho la caridad.

Ahora debo irme, volver sobre mis pasos a la realidad de quienes todavía respiran. Los estrechos callejones flanqueados de historias amortiguan el sonido quedo de la vida que se marcha, visitante apenas tolerada en este triste paraje. Y mientras el contorno gris de las grandes puertas se va perfilando en la distancia   –juego absurdo de luces y sombras flotando entre dos mundos– llega un último atisbo de brisa rezagada que trae consigo aromas perdidos e imágenes de una época lejana, allende los mares. Donde praderas interminables y tardes de sol eterno te vieron jugar y correr, completamente ajena al futuro aun incierto que te traería años después hasta aquí.

Traspaso al fin el umbral, dejándote a mis espaldas. Descansando entre olivares dormidos y bosques de pinos agrestes, salvajes. Mudos guardianes de esta tierra profunda y misteriosa en la que viví, antes de perder la inocencia, mis mejores veranos.
Debo irme. Todos los demás se han marchado. Sin embargo me quedo parado unos segundos, junto a los escalones de piedra, dejando que el viento suave acaricie mis lágrimas. Entonces con un último suspiro llevo la mirada más allá de los coches, hacia los amplios campos que se van fundiendo, poco a poco, con el verde apagado y los montes oscuros de esta sierra, nombrada Morena. Y allí, adentrándose bajo el dosel de encinas milenarias entreveo la incierta silueta de una pareja que se pierde, cogida de la mano, en la distancia tapizada de romero, de tomillo y de jara.