lunes, 30 de mayo de 2011

LOS DESCONCERTANTES CASOS DE B. L.

   Por fín he traspasado la puñetera barrera psicológica de las 200 páginas en el libro. "Los Desconcertantes casos de B. L." empieza a ver el final del túnel. Intriga, misterio, humor, ironía y aventuras. Sin más ¿encontraré quien lo publique? ¿recurriré a Bubok? ¿o será en .pdf? veremos, veremos.
   Y el corto de anim. 3D también va avanzando, así que estoy contento.

domingo, 22 de mayo de 2011

AÑADIENDO NUESTRO GRANITO (MÁLAGA 15M)

LEALTAD

No tenía nada particular. Era uno más de los cientos que, cada vez en mayor número, pueblan las calles de cualquier gran ciudad, respondiendo a la última llamada del espíritu que se revela contra este desquiciado mundo nuestro. El chico, sentado en el viejo escalón, ni siquiera presentaba un aspecto especialmente desastrado. Tan solo estaba allí, viéndonos pasar con la arrugada gorra extendida ante él a la espera de algunas monedas. En silencio, con gesto cansado pero orgulloso.

Él. Y su perro, claro. Un viejo mestizo de pelo rizado, que se acurrucaba hecho un ovillo junto a su amo. El sueño parecía vencerlo a cada momento, cerrándole los ojos. Llamándolo invitador a ese lugar merecido donde encuentran momentáneo descanso los viejos y fieles compañeros. Pero algo le impelía a no claudicar. De cuando en cuando sacudía la cabeza, luchando contra un enemigo molesto que no lo dejaba tranquilo. Con obstinada determinación, tenaz. Como queriendo demostrarle al mundo, y a quienes pasábamos por allí, que él no iba a dejar ni por un momento solo a su amo.

Invariablemente, tras cada sacudida de la testuz llevaba la mirada desafiante en torno suyo, y tras comprobar que todo parecía seguir en orden, volvía a descansar la cabeza entre las artríticas patas, satisfecho, clavando unos ojos ancianos en su compañero, que lo tranquilizaba con una o dos palabras. Y entonces, suspiraba. Sabiendo que, por el momento, durante otro rato, ese descarnado entorno hostil en el que intentaban sobrevivir estaba contenido, a raya.

Yo, que pretendía seguir mi camino dedicándole una sonrisa al perro y dejando quizá alguna moneda -estos animales son mi debilidad; ya lo sabéis-, fui aminorando la marcha sin poder evitarlo. Hasta detenerme. Me quedé allí, de pie, observando. Viendo como el cánido repetía la escena cada vez que el cansancio, los años, querían derrotarlo. Porque, a pesar de tener el privilegio de llevarme bien con esta especie, de entenderlos; de poder leerles la mirada, y saber que, por mucho que trate con ellos, nunca dejarán de sorprenderme, jamás había visto nada igual. Si un perro está cansado; sin un perro tiene sueño y no se siente amenazado, duerme. Se tumba junto a los suyos -sean estos perros o humanos- y duerme. Siempre ha sido así. Siempre lo será.

Y de este modo, mientras el resto de la gente pasaba a nuestro alrededor, anestesiada, ajena a este hecho singular, yo no pude dejar de preguntarme que experiencias vividas, que momentos compartidos, podían ser capaces de crear un vínculo tan fuerte, tan absolutamente especial; semejante lealtad, capaz de trascender el instinto desarrollado durante miles de años, de toda una raza.

Allí, de pie, durante un instante fugaz sentí envidia. Y también alegría. Porque aquellos dos, caminantes agotados, detenidos en medio de ninguna parte durante las puñeteras fiestas, rodeados de personas cargadas con bolsas de Navidad que sonreían, hablando entre ellas, sin siquiera mirarlos, tenían mucho más que cualquiera de nosotros. Pasara lo que pasase. Se tenían a si mismos. Se tenían el uno al otro.

Metí una mano en el bolsillo, saqué 20 euros, que era lo que llevaba, y acercándome, los dejé sobre la gorra arrugada. El chico, al ver el billete, me miró con desconfianza, sin decir palabra. El dinero era para un regalo, pero que demonios, me dije mientras me alejaba. El regalo me lo habéis hecho vosotros. Así que, por ti, por él. Por los dos.

Ocurrió, tal cual, la víspera del 25 D. Y lo recordaba hace unos días, mientras esperaba a alguien dentro del coche, porque diluviaba. Llevaba un rato allí, cuando de pronto vi a una diminuta araña tratando de avanzar, bajo la lluvia, por el plástico del espejo retrovisor izquierdo. El agua la hacía escurrirse, y de vez en cuando, gotas que para ella debían de ser como bombas, la hacían caer, obligándola a sujetarse precariamente de algún hilo tejido a toda prisa. Con escalofriante perseverancia, volvía a izarse, llegaba al espejo, y de nuevo trataba de avanzar, buscando supongo algún resguardo. Luchando por sobrevivir. Por seguir con vida.
La estuve observando varios minutos: avance, caída, avance, caída. En un momento dado, una gota especialmente fuerte la hizo desaparecer de mi campo visual. ¡Zas! Se ha ido al suelo, pensé. Bajé la ventana y me asomé. Desde luego si había caído al suelo, estaba lista. Los charcos eran demasiado para ella.
Y me sentí mal. A lo mejor podía haberla salvado. Daba igual que fuese una diminuta araña. Era una vida, al fin y al cabo. Un ser que, con el mismo derecho a existir que yo, había estado luchando contra los elementos para ponerse a salvo.
Puñetera condición humana, me dije. Seguimos creyéndonos Dioses al margen de cualquier desgracia que no tenga que ver con nuestra propia especie. Y me acordé del pájaro. Del perro atropellado; del gato, de todos los seres a los que no he podido salvar.

Un par de minutos más tarde, la araña aparecía como por arte de magia, volando, sustentada por uno de sus hilos y tratando de llegar a la puerta del coche. Busqué un papel. Volví a abrir la ventanilla, y durante los quince minutos siguientes, la estuve cubriendo con él, para que la lluvia no la molestara, hasta que logró auparse y se metió en el interior del coche.
Allí debe de seguir, imagino.
Lo mismo un día hasta me pica. Pero entonces, mientras la ayudaba, pensé en aquel chico y su perro. Y deseé con todas mis fuerzas que tuviesen un lugar donde guarecerse del chaparrón. Ellos y los demás. Las sombras que viven en las calles de las grandes ciudades, a nuestro alrededor, y se hacen amigas de los pájaros, de los gatos, de los árboles...

Y también me dio por pensar en los imbéciles que ni siquiera comprenderán de que va esta historia. En quienes sacudirán la cabeza, sonriendo condescendientes ante la nueva extravagancia de Jesús, convencidos de su propia importancia. A esos, aquí y ahora, les digo: que os vayan dando mucho por ahí. Porque os creéis vivos, y sois vosotros los que estáis verdaderamente muertos.