martes, 6 de diciembre de 2011

UN CUENTISTA, UN CUENTO, Y UNA LECCIÓN SOBRE LA VIDA


UN CUENTISTA, UN CUENTO, Y UNA LECCIÓN SOBRE LA VIDA

Nervios. Ahí están, aunque esta vez no se trate de hablar delante de cien personas. Acabo de dejar atrás el frío de la calle y me estoy adentrando en una sucesión de pasillos y ascensores que, tras varias tentativas fallidas, terminará llevándome hasta la sección indicada, entre las plantas tercera y cuarta.
Como digo, nervios. No por tener que hablar, sino ante quienes debo hacerlo. El público de hoy es especial; quizás el más especial al que vaya a dirigirme nunca. Y saberlo me preocupa, porque no estoy seguro de cómo voy a reaccionar. No sé que espero encontrar en sus miradas.
Por fin, llego a una puerta. Al otro lado veo a Bárbara y a Lucía, atareadas en medio de una explosión de colores. Serpentinas, globos, cartulinas recortadas con mil formas diferentes llenan la sala de juegos, contrastando de manera singular con la sobriedad aséptica del resto del edificio. Como un baño de luz en medio de la oscuridad. Su efecto, el choque sensorial inesperado, tiene la virtud de relajarme, actuando a modo de bálsamo para mis alterados sentidos. Bien, allá vamos. Respiro una, dos, tres veces, y traspaso la puerta, sumergiéndome en el acto en un mar de risas, música y gritos. Bárbara, que me ha visto, enseguida viene a mi encuentro. Mientras lo hace miro a mi alrededor, fijándome en varios detalles: el pequeño escenario de guiñoles, allá al fondo, rodeado de un semicírculo de sillas. Las paredes, llenas de dibujos de todos los colores y tamaños. La ausencia casi absoluta, feroz —salvo por alguna máquina— de cualquier atisbo capaz de recordar donde nos encontramos.
Y ella.
Está sentada, sola, concentrada en la lectura de un cuento. Separada por propia voluntad del resto, que alborota, a ratos más, a ratos menos, por toda la sala. Ni siquiera sé si es consciente, pero con su postura, con su determinación concentrada crea una especie de barrera psicológica a su alrededor que hace a los demás no invadir ese espacio en varios metros a la redonda. Observo el efecto un par de veces con curiosidad. La marea de pequeñuelos, sea lo que sea a lo que estén jugando en esos momentos, se mueve hacia allí en dos ocasiones, siguiendo las indescifrables pautas de cualquier movimiento browniano. Y en las dos, sin mediar palabra, siquiera un gesto —la niña no parece darse cuenta, absorta en su lectura— la “marabunta” frena y cambia de dirección antes de alcanzarla.
Bárbara, que ya me estaba poniendo al corriente de todo, se fija en la dirección de mi mirada. Elena, me dice. Tiene nueve años y lleva aquí cerca de dos. La interrogo con los ojos. Pero ella sólo hace un gesto resignado con los hombros, y antes de que pueda averiguar más, me lleva del brazo hasta el corazón de la actividad que nos rodea; y por la que estamos aquí. Conozco entonces a Eli, Nuria, Manu, Dani, Tico y los demás. Y a algunos de sus padres, que también están allí.
—Jesús —me presenta Lucía de manera formal —es el chico que os va a contar una historia antes de las marionetas.
—Un cuento —apostilla Bárbara.
Un cuento.
En el relativo silencio conseguido por mis dos amigas al hablar, esas palabras llegan con claridad hasta Elena, que al escucharlas levanta por primera vez la vista del tebeo, con un leve destello de interés en su mirada. Sus ojos encuentran los míos; y yo, sin dejar de sonreír, de contestar a la batería de preguntas a que me están sometiendo los chicos, comprendo de pronto que hoy estoy allí por ella. Que mis palabras van a tejer una historia para muchos oídos, y sin embargo tomada del mundo de los sueños tan sólo para una persona.
Y cómo demonios lo voy a hacer, me digo abrumado. Cómo voy a conseguir no defraudar esa mirada.

Han pasado los minutos. En el silencio roto de cuando en cuando por el sonido lejano del ascensor, voy desplegando mi historia. El relato elegido para hacer volar, hoy, la imaginación de estos niños ávidos de una vida normal. Me muevo, gesticulando al son del cuento, manejando los hilos invisibles de la atención de cada uno de los presentes, no sé si con mucho o con poco éxito. Pero centrándome, sin apenas pretenderlo, en Elena al llegar a cada nudo importante de la narración.
—… entonces el magnífico ejemplar blanco, rey de reyes entre los ciervos, reapareció delante del malherido caballero. Quería indicarle el camino, la senda oculta perdida durante cientos de años…
Elena no me quita los ojos de encima, atenta a cada una de mis palabras. Me escucha con una intensidad casi física que me atrapa y me obliga a olvidarme a ratos de los demás. A hablarle únicamente a ella.

Han vuelto a pasar los minutos. El cuento acabó hace ya un rato. Y las marionetas. Los niños más mayores juegan a la Play y los peques corretean por todos lados. Menos Elena. Ella está sentada junto a mí, contándome su propio cuento —el que leía tan concentrada, deduzco—. Y es buena. Sabe dotarlo de emoción, y fijarse en las partes más importantes; aunque lo hace con timidez. También me pregunta sobre mi propio relato. El que les acabo de narrar. Entonces, no sé muy bien cómo, me veo hablándole de un libro. De “El Libro”, en realidad. El que marcó mi infancia tardía, y gran parte de la adolescencia. Y, perdido ya sin remedio en esos profundos ojos oscuros llenos de auténtica vida, me lanzo a contarle el mayor de mis secretos. Algo que apenas nadie sabe. Y de cómo ese libro me ayudó a soñar, a recuperar la sonrisa en los momentos más delicados.

Salgo a la calle. Tiritando. Pero no por culpa de las bajas temperaturas. No. Por un frío que sale de lo más hondo, del interior. Me miro la palma de la mano, donde aún conservo el calor de la suya, diminuta, sujetando la mía camino del ascensor. Y veo la imagen de su madre, observándonos con el alma encogida desde la puerta, allá en el salón de juegos.
Me abrocho la chaqueta. Me subo el cuello, y echo a andar, maldiciendo con todo mi corazón, como nunca antes, a la perra muerte y a los Dioses, mientras me juro que Elena sabrá el final del libro. De la historia. Que lo leerá por sí misma, todavía capaz.
Y que si no lo haré yo, aunque tenga que venir toda la tardes, un día tras otro, hasta que el maldito Destino se dé por vencido, y decida no sellarle sus negra puertas al final.