lunes, 30 de abril de 2012

CERTEZAS Y UN RECUERDO LIBERADO




Está sentado en el jardín, con un libro entre las manos. De vez en cuando, vigilante, levanta la cabeza para observar a su perro, que anda por allí, olisqueando entre las plantas. No muy lejos, porque los años pesan sobre él cada día un poquito más y sus fuerzas van mermando con la cruel seguridad de lo inevitable. De una forma que al chico le encoge el corazón.
Hoy, sin embargo, no piensa demasiado en ello. No de manera consciente, al menos. Hay una sonrisa sutil, apenas esbozada, dibujada en su rostro; de esas que afloran cuando la vida decide, de improviso, mirar hacia otro lado durante algunas horas extrañas y lúcidas, y uno descubre ciertas verdades que siempre estuvieron ahí, esperando a ser recuperadas.

El perro ha vuelto, renqueando, para tumbarse junto a él. Dolorido, cansado, pero también satisfecho. Esos ratos de libertad en el jardín son un canto a la vida; una llamada salvaje, inapelable, a su propia naturaleza.
Sintiendo el familiar cosquilleo de orgullo que siempre acompaña tales momentos, el chico observa. Ve cómo su compañero levanta la vieja testuz, jadeando, con la sonrosada lengua colgante subiendo y bajando al ritmo de la acelerada respiración. Su hocico no para de olisquear al viento mientras las orejas, erguidas, reaccionan ante voces cercanas y sonidos. Estímulos —aquí siempre los hay— que ayudan a mantener la atención despierta, a pesar de la edad.
Se han cruzado sus miradas. Limpia, clara como sólo la de estos animales puede serlo, la del perro; evocadora, pensativa y con una pizca de sabiduría, la de él. Esa sutil sonrisa apenas insinuada segundos antes, se ha vuelto ahora un poquito más evidente. Porque hoy, más allá de condicionamientos, de los velos ficticios impuestos por la rutina, es uno de esos raros días en los que uno entiende el Gran Chiste de la existencia.

Sabe que la sensación —y lo sabe gracias al estado peculiar en que se encuentra— pasará efímera, fugaz; diluyéndose en la memoria casi antes de haber surgido. Pero las certezas… las certidumbres adquiridas espera poder guardarlas, aprehenderlas en su cabeza con la voluntad del naufrago que se aferra a un madero arrastrado a la deriva. Y es que son certezas de las que conforman el sentido de una vida.

Certezas.

Observando al perro, dejándose perder confiado en sus ojos, comprende la primera; cálida e incuestionable. Ahí, en dicho instante, entiende que nadie volverá, jamás, a mirarlo como lo hacen esos iris oscuros, leales, desde hace trece años. Buscará esa misma mirada, con el tiempo, en otros lugares, en otros seres; pero no la encontrará. Tampoco importa, se dice. Es la prueba insustituible de un vínculo único forjado con quien ya es y será siempre su mejor amigo. Y la llevará consigo, pase lo que pase, hasta el final de los días.
Amigo. Que palabra, piensa. La más importante de todas cuantas se han pronunciado desde que el Hombre, acurrucado junto al fuego en la seguridad de su refugio, fuese este cual fuera, sintió la necesidad atávica de compartir y de narrar.
Lo que le lleva a la segunda de las certezas.
La que habla precisamente de eso, de amistad, de lazos más fuertes que el tiempo o la propia muerte; del pasado y del futuro. Libres, sus recuerdos emprenden vuelo hacia una ciudad no muy lejana, situada también a orillas del viejo mar. Por ella corretean aún, inocentes, las sombras de un niño que se fue pero no quiso olvidar nunca. Porque allí, en sus calles, vivió junto a otros la increíble aventura de crecer. De aprender y equivocarse, de conocer a los primeros amores y de conocerse, también, a sí mismo.
Ahora, la memoria salta de nuevo, muchos años después, a un lugar lejano —no importa el nombre, no importan las razones— donde a golpe de calor y miedo, de ver cada día los rincones más oscuros del alma enfrentándose al sufrimiento y al dolor, nacieron otros vínculos, forjados estos con sangre, de esos que quedan sellados para siempre en virtud de una experiencia compartida que luego, en beneficio de la cordura, te obligas a enterrar muy adentro.
Y entonces, la sutil sonrisa empieza a difuminarse, desdibujada por imágenes largo tiempo olvidadas, bloqueadas a conciencia durante años. Casas en ruinas y calles desiertas, y el ruido de tus pasos sobre cristales rotos. Un anciano de mirada vacía sentado junto a los restos de un coche calcinado. Un padre destrozado, sin fuerzas para sostenerse, sumido en un llanto desgarrador. El abrazo implorante de una madre aterrada que no quiere dejar de aferrarse a la esperanza.
Y la que llegó a cambiarlo todo.
La de aquel perro desahuciado cubierto de heridas, apagándose en silencio en un callejón oscuro. Sin llorar, sin emitir ningún gemido, tumbado entre escombros enormes que le impiden moverse, salir de allí en busca de un rincón protegido donde poder morir con dignidad. Y luego el paso de las horas, mientras en el grupo todos arriman el hombro, sin entender muy bien “por qué”; la razón absurda que los impulsa a estar allí, una noche entera, a pesar del peligro, para ayudar a un animal desconocido, mientras a su alrededor la vida humana se descompone, minuto a minuto, desprovista ya de cualquier atisbo de cordura.
Las certezas crecen, se afianzan con la demoledora sabiduría de quien se atreve a sumergirse en las aguas profundas de su propia memoria olvidada. Pero surgen, también, muchas preguntas a las que el chico sabe que nunca dará respuesta ¿Cómo conciliar pasado, presente y futuro? ¿Cómo unir, sin perderse para siempre en el camino, dos mundos antagónicos?
O cómo decirles a quienes te rodean, a las personas que te importan, que ya no puedes mirar con los mismos ojos. Ni juzgar las cosas igual que ellos. Cómo explicarle a alguien que te quiere que has pasado años siendo una sombra de tu propia verdad. Cómo contarle que lo que ha visto de ti, en realidad no eras tú. Y entonces, piensas también en las decisiones tomadas, en habitaciones de hospital frías y solitarias por donde se han ido quedando pedacitos de alma a los que renunciaste cuando decidiste abrazar la mentira y el silencio para proteger a aquellos que te son más caros en el corazón… del dolor, y a pesar de ellos, de ti mismo.

El chico vuelve a mirar de nuevo a su fiel compañero. El perro duerme ahora tranquilo, tumbado sobre la mullida alfombra de césped que tan bien conoce. Sabe que pronto será la tercera de sus estrellas, allá en el cielo. Y sabe también que, cuando ocurra, llorará, dejando brotar, libres al fin, lágrimas contenidas, guardadas en lo más hondo con el nombre escrito en la eternidad de dos pérdidas demasiado cercanas en el tiempo. Llorará, sí. Y terminará de completar otro círculo de la espiral en que nos atrapa esa perra y resabiada puta que es la vida.
Por un momento el perro abre los ojos. Lo busca con la mirada. Y suspira satisfecho al ver al chico allí, a su lado, esperando paciente a que sus viejos huesos cansados reúnan de nuevo la fuerza suficiente para levantarse y volver a casa. Un diminuto jilguero acaba de posarse en el césped a poca distancia de los dos, dando pequeños saltitos de acá para allá, quizá un pariente lejano de aquel otro que dio inicio a su peculiar aventura literaria, hace tantos años. Entonces, al verlo, el muchacho de repente suelta una carcajada suave, espontánea, y recupera la sonrisa momentáneamente perdida. La vida es lo que es, se dice; y cada uno hace lo que puede para capear los temporales, las tempestades de esa peculiar singladura que siempre termina haciéndonos a todos fondear con más o menos bagaje acumulado en el mismo puerto.
Y de eso se trata, claro; de eso depende que al abandonar el barco en el último astillero lo hagamos con el equipaje ligero, libre de cargas inútiles y ataduras amargas. Y que podamos emprender ese otro Viaje sabiendo que nos vamos habiendo cumplido, al menos, nuestra parte del trato. De a quienes permitimos acompañarnos a lo largo del trayecto; de lo que dejamos atrás, y lo que decidimos llevar con nosotros hasta el final. Hacia esos Puertos Grises que a todos nos aguardan allende la última aventura.
Así que, qué demonios, piensa, acariciando el lomo de su amigo. Hice muchas cosas mal, y algunas bien. Me equivoqué a menudo al decidir. He elegido sendas discutibles y flirteado con la oscuridad. Pero y quién no. Y quién no. Porque lo importante, lo sabio es aprender a moverse entre las sombras; las de uno mismo, y las de los demás. Y así es la vida.
Así soy yo.


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