lunes, 9 de abril de 2012


UNA ESTRELLITA MÁS EN EL CIELO

Se fue. La peque se marchó. Allá lejos, a donde todavía no puedo seguirla. Cerró los ojos, dicen, escuchando un cuento. Uno de los muchos que grabé para ella a lo largo de los últimos meses.
Y aquí estoy ahora, sentado en un rinconcito de la cama diciéndole adiós a mi manera, mientras la madrugada va desgranando segundos en su particular reloj de sombras y silencios. Debería sentir tristeza, supongo; una pena desoladora… o quizás rabia. Ante el hecho incontestable, demoledor, de que la vida, con mayúsculas, no entiende de Justicia, de lo que nos parece o no correcto a nosotros, los mortales e insignificantes humanos. Sin embargo no es así. Sólo siento paz, y una lucidez reconfortante envuelta en varias capas de serenidad y algunas certezas.
Sé que voy a echarla mucho de menos. Su compañía, sus infinitas preguntas; las tardes leyendo juntos, o esa forma única, limpia, que tenía de desnudarme el alma con su mirada. Sé que con el paso de los días voy a añorarla cada vez más. Pero también sé que será un sentimiento íntimo, tranquilo, que me acompañará durante largo tiempo. Porque, por muy lejos que se haya ido, la maldita, ganándome la partida en un juego personal que sólo ella y yo entendíamos, a partir de ahora siempre estará conmigo.

Y cómo no, me digo, observando la suave curva de ese hombro desnudo que sube y baja acompasado, al ritmo de una plácida respiración, junto a mi cadera. Cómo no va a formar ya parte de mí la esencia de una criatura que durante cuatro meses inolvidables me ha enseñado más sobre la vida, y sobre mí mismo, que toda la sabiduría adquirida a lo largo de estos treinta y cinco años.
M. se mueve ligeramente, destapándose un poco, y yo, muy despacito vuelvo a arroparla, acariciando su cabello. Ella sonríe quedamente, sumida en ese duermevela apacible hecho de cercanía e instantes compartidos, casi eternos. Y entonces, al ver esa sonrisa, algo se me remueve muy adentro. Porque me pregunto cuantas cosas puede expresar un gesto tan simple, en apariencia. Algo tan efímero como una sonrisa esbozada en sueños. Esta de ahora, acompañada de una mano que busca, a tientas, el contacto de mi piel, me susurra que soy un hombre muy afortunado. Su dulzura, dibujada a contraluz en la comisura de unos labios hechos de calidez líquida, me habla de compresión, de verdades entendidas y silencios aceptados, con la naturalidad de quien ha visto desnudarse mi alma y, en lugar de jugar con ella, o de huir asustada, la ha abrazado. Me habla de compañía sin condiciones, sin miradas al reloj, en esas noches en blanco en que los fantasmas vuelven a nosotros para recordarnos que estar vivo significa, además de un regalo, hacernos responsables de cada uno de nuestros actos.

Miro ese hueco que ya no está, donde antaño hubo otras sonrisas que se fueron, dejando tras de sí —quizá porque no era su lugar— el eco frío de palabras vacías, y un rastro tenue de soledad, y al hacerlo recuerdo el primer día en que la vi, sentada sola, leyendo un cuento en su silla, mientras el resto de los niños alborotaban, jugando alrededor. Y todo lo que vino después, en tardes donde poco a poco nos fuimos conociendo, desvelando esperanzas, miedos, secretos e ilusiones, entre cuentos leídos a medias, y partidas de ajedrez que ella siempre ganaba.
Recuerdo la sensación de tenerla dormida entre mis brazos; su vitalidad, su alegría contagiosa. La luz que emanaba de cada uno de sus actos, por cotidiano que este fuera. Y vuelvo entonces a mirar esa sonrisa llena de promesas que descansa junto a mí, y me digo de nuevo que soy un hombre inmensamente afortunado . Por estar aquí, ahora, viviendo este preciso instante, al lado de una mujer increíble empeñada en devolverme, multiplicado por mil, cuanto yo hice por ella en el pasado. Por ser consciente de que hay momentos peculiares en la vida donde al fin todo confluye para empujarte hacia arriba, para decirte que ha llegado la hora de dejar de esconderse y subir a lo más alto.

Y, sin embargo…

Despacio, cuidando de no perturbar su sueño, me deslizo sobre la cama, en el hueco dejado entre M. y la pared, hasta llegar a la ventana. Y allí me quedo, de pie, asomado hacia la templada noche que tantas veces contemplamos juntos Elena y yo, dejando volar la imaginación. Le encantaba mirar el cielo nocturno, como a mí; y soñar con todas las maravillas que habría más allá.
Ahora, pienso elevando la vista hacia el firmamento cuajado de luceros, hay una nueva estrella ahí arriba, presta para guiar a los caminantes perdidos en la oscuridad. Y aunque mucha otra gente no sepa hacia donde ha de mirar, sé que yo escudriñaré los cielos por la noche cuando el tiempo y la vida me hagan olvidar lo que me has enseñado. Y entonces, al ver su brillo, volveré a recordar…
—¿Elena? —pregunta, suave, una voz a mi espalda. Siento el roce tibio de unas manos que buscan, protectoras, reconfortarme en silencio; y la calidez de un cuerpo sabio que me abraza, ofreciéndome el consuelo de la comprensión que no necesita explicaciones. Permanecemos un rato así, abrazados en la oscuridad de pie frente a la ventana, contando entre los dos luces en el cielo estrellado, como hicimos con ella la última vez que fuimos a visitarla.
—Ven —me susurra al cabo. Y con ternura no exenta de firmeza, me empuja de vuelta hacia el refugio seguro que ella ha creado para mí, desde hace un tiempo, entre las sábanas. Esas mismas sábanas que antes repudiaba. Pero yo me resisto un poco, volviendo la cabeza hacia la noche, reacio a abandonar la ventana. Este momento último de comunión con una amiga que se marcha. Como si hacerlo, irme ahora, fuese traicionar en cierta forma nuestra amistad. No quiero dejarla sola en esta última Gran Aventura que yo habría emprendido, sin dudarlo ni un instante, en su lugar.
—Vamos, ven —insiste con dulzura M. —Déjala ir, volar hacia ese sitio a donde viajan los seres especiales como ella. Y nosotros… nosotros escribamos la más alucinante de las historias, para contársela entre los dos cuando volvamos a juntarnos.
Algo durante mucho tiempo dormido salta dentro de mí al escuchar esas palabras. Y entonces sí, rompo a llorar. Ya no ofrezco más resistencia ¿Cómo podría? ¿Cómo puedo ignorar la llamada de una mujer que es capaz de leer mi alma con solo una mirada?

Y mientras me dejo conducir de vuelta a la cama, una voz familiar que solo yo escucho ríe complacida y alegre: <<No seas tonto y mira bien lo que tienes delante. Porque en tu vida ya no hay brillando una, sino dos nuevas estrellas>>.
Sonrío a la oscuridad. La noche avanza despacio, arropando a los durmientes en su seno. Y yo, por primera vez después de mucho tiempo, cierro los ojos tranquilo, en paz.

(Esto de abajo es lo que escribí el día que conocí a Elena. Creo que hoy es un buen día para volver a recordarlo).

Nervios. Ahí están, como siempre; aunque esta vez no se trate de hablar delante de doscientas personas. Acabo de dejar atrás el frío de la calle y me estoy adentrando en una sucesión de pasillos y ascensores que, tras varias tentativas fallidas, terminará llevándome, espero, hasta la sección indicada, entre las plantas tercera y cuarta.
Nervios, como digo. No por tener que hablar, sino ante quienes debo hacerlo. El público de hoy es especial; quizás el más especial al que vaya a dirigirme nunca. Y saberlo me preocupa, porque no estoy seguro de cómo voy a reaccionar. No sé que espero encontrar en sus miradas.

Por fin, llego a una puerta. Al otro lado veo a mis dos amigas, Bárbara y a Lucía, atareadas en medio de una explosión de colores. Serpentinas, globos, cartulinas recortadas con mil formas diferentes llenan la sala de juegos, contrastando de manera singular con la sobriedad aséptica del resto del edificio. Como un baño de luz en medio de la oscuridad. Su efecto, el choque sensorial inesperado, tiene la virtud de relajarme, actuando a modo de bálsamo para mis alterados sentidos. Bien, allá vamos. Respiro una, dos, tres veces, y traspaso la puerta, sumergiéndome en el acto en un mar de risas, música y gritos. Bárbara, que me ha visto, enseguida viene a mi encuentro. Y mientras lo hace, yo miro a mi alrededor, fijándome en varios detalles: el pequeño escenario de guiñoles, allá al fondo, que aparece rodeado de un semicírculo de sillas. Las paredes, llenas de dibujos de todos los colores y tamaños. La ausencia casi absoluta, feroz —salvo por alguna máquina— de cualquier atisbo capaz de recordar donde nos encontramos.
Y ella.

Está sentada, sola, concentrada en la lectura de un cuento. Separada por propia voluntad del resto, que alborota, a ratos más, a ratos menos, por toda la sala. Ni siquiera sé si es consciente, pero con su postura, con su determinación concentrada crea una especie de barrera psicológica a su alrededor que hace a los demás no invadir ese espacio en varios metros a la redonda. Observo el efecto un par de veces con curiosidad. La marea de pequeñuelos, sea lo que sea a lo que estén jugando en esos momentos, se mueve hacia allí en dos ocasiones, siguiendo las indescifrables pautas de cualquier movimiento browniano. Y en las dos, sin mediar palabra, siquiera un gesto —la niña no parece darse cuenta, absorta en su lectura— la “marabunta” frena y cambia de dirección antes de alcanzarla.
Bárbara, que ya me estaba poniendo al corriente de todo, se fija en la dirección de mi mirada. Elena, me dice. Tiene nueve años y lleva aquí cerca de dos. La interrogo con los ojos. Pero ella sólo hace un gesto resignado con los hombros, y antes de que pueda averiguar más, me lleva del brazo hasta el corazón de la actividad que nos rodea; y por la que estamos aquí. Conozco entonces a Eli, Nuria, Manu, Dani, Tico y los demás. Y a algunos de sus padres, que también están allí.
—Jesús —me presenta Lucía de manera formal —es el chico que os va a contar una historia antes de las marionetas.
—Un cuento —apostilla Bárbara.
Un cuento.
En el relativo silencio conseguido por mis dos amigas al hablar, esas palabras llegan con claridad hasta Elena, que al escucharlas levanta por primera vez la vista del tebeo, con un leve destello de interés en su mirada. Sus ojos encuentran los míos; y yo, sin dejar de sonreír, de contestar a la batería de preguntas a que me están sometiendo los chicos, comprendo de pronto que hoy estoy allí por ella. Que mis palabras van a tejer una historia para muchos oídos, y sin embargo tomada del mundo de los sueños tan sólo para una persona.
Y cómo demonios lo voy a hacer, me digo abrumado. Cómo voy a conseguir no defraudar esa mirada.

Han pasado los minutos. En el silencio roto de cuando en cuando por el sonido lejano del ascensor, voy desplegando mi historia. El relato elegido para hacer volar, hoy, la imaginación de estos niños ávidos de una vida normal. Me muevo, gesticulando al son del cuento, manejando los hilos invisibles de la atención de cada uno de los presentes, no sé si con mucho o con poco éxito. Pero centrándome, sin apenas pretenderlo, en Elena al llegar a cada nudo importante de la narración.
—… entonces el magnífico ejemplar blanco, rey de reyes entre los ciervos, reapareció delante del malherido caballero. Quería indicarle el camino, la senda oculta perdida durante cientos de años…
Elena no me quita los ojos de encima, atenta a cada una de mis palabras. Me escucha con una intensidad casi física que me atrapa y me obliga a olvidarme a ratos de los demás. A hablarle únicamente a ella.

Han vuelto a pasar los minutos. El cuento acabó hace ya un rato. Y las marionetas. Los niños más mayores juegan a la Play y los peques corretean por todos lados. Menos Elena. Ella está sentada junto a mí, contándome su propio cuento —el que leía tan concentrada, deduzco—. Y es buena. Sabe dotarlo de emoción, y fijarse en las partes más importantes; aunque lo hace con timidez. También me pregunta sobre mi propio relato. El que les acabo de narrar. Entonces, no sé muy bien cómo, me veo hablándole de un libro. De “El Libro”, en realidad. El que marcó mi infancia tardía, y gran parte de la adolescencia. Y, perdido ya sin remedio en esos profundos ojos oscuros llenos de auténtica vida, me lanzo a contarle el mayor de mis secretos. Algo que apenas nadie sabe. Y de cómo ese libro me ayudó a soñar, a recuperar la sonrisa en los momentos más delicados.

Salgo a la calle. Tiritando. Pero no por culpa de las bajas temperaturas. No. Por un frío que sale de lo más hondo, del interior. Me miro la palma de la mano, donde aún conservo el calor de la suya, diminuta, sujetando la mía camino del ascensor. Y veo la imagen de su madre, observándonos con el alma encogida desde la puerta, allá en el salón de juegos.
Me abrocho la chaqueta. Me subo el cuello, y echo a andar, maldiciendo con todo mi corazón, como nunca antes, a la perra muerte y a los Dioses, mientras me juro que Elena conocerá el desenlace del libro. De la historia. Que lo leerá por sí misma, todavía capaz.
Y que si no lo haré yo, aunque tenga que venir todas la tardes, un día tras otro, hasta que el maldito Destino se dé por vencido, y decida no sellarle sus negras puertas al final.


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